19/2/12

Nos complace enormemente el lenguaje género-sensible que 10 años de trabajo han logrado en la prensa ecuatoriana.




Soraya Constante. Redactora 00:00 Domingo 19/02/2012

Ricardo todavía conservaba su aspecto femenino cuando se plantó frente a sus padres y hermanos para decirles que no le gustaban los hombres. Tenía 18 años y quería andar descamisado como sus hermanos varones. Después de ese día, solo su padre le volvió a hablar. “Le hice ver un documental sobre la transexualidad y al final me preguntó cómo debía llamarme de ahora en adelante”.

Isabel, en cambio, esperó hasta tener una profesión para deshacerse de la hombría que le habían inculcado en la academia militar donde estudió. Con 25 años, el pelo largo y una ingeniería, enfrentó a su madre y para complacerla pasó por la consulta de varios psiquiatras. “Me hablaron de terapia electroshock, me recomendaron leer la Biblia y uno me dijo que lo mejor era cortarme el pelo y volver a la milicia”. Pasaron dos años antes que su progenitora aceptara la realidad. “Al final solo me pidió que jamás me vistiera como mujer en casa”.

La transexualidad está considerada como una enfermedad mental. En los catálogos de la Asociación Americana de Psiquiatría y la Organización Mundial de la Salud la llaman disforia de género y la describen como un desacuerdo profundo entre el sexo biológico y el sexo psicológico.

El movimiento trans en Ecuador apoya la despatologización de la transexualidad, pero también reinvindica otros derechos como el acceso a la vivienda y la salud. “Cuerpos distintos, derechos iguales” es el eslogan del Proyecto Transgénero que lleva una década de actividad. Ana Almeida, su directora, explica que en este tiempo han trabajado con medio millar de personas transgénero. La Casatrans es el núcleo de este activismo. Dentro de sus paredes pintadas de un azul brillante y decoradas con fotos de transexuales famosos se encuentran las personas que han asumido nuevas identidades de género.

Ricardo tiene la voz ronca y la masa corporal de un hombre gracias a los esteroides que toma sin prescripción. “Sé que puedo tener problemas en el hígado o en el corazón, pero los anabólicos son más baratos que las hormonas masculinas que cuestan más de USD 100 y que además se venden con receta”, cuenta.

Su padre le ayuda a comprar los esteroides que cuestan USD 16 en promedio. Lleva cinco años modificando su sexualidad femenina y en este tiempo no ha podido acceder a ningún endocrinólogo. Tampoco ha pasado por el quirófano para hacerse las operaciones para el cambio definitivo de sexo: la histerectomía (la extirpación del útero) y la mastectomía (la remoción de las mamas). Solamente oculta sus pechos con una faja y soporta que le digan lesbiana en la universidad.

Isabel lleva seis años con su transformación y ya ha pasado por el quirófano para borrar el sexo masculino con el que nació. Su transformación ha sido diferente porque su carrera de ingeniería le ha facilitado los recursos económicos para hacerlo. Lo primero que hizo fue buscar a un endocrinólogo que había ayudado a otras trans y le pidió ayuda. “Me pedía total confidencialidad y me atendía por las noches, cuando ya se iban sus pacientes”, cuenta. Pero pese a los inhibidores de testosterona que le recetó este profesional, no ha podido suavizar su voz masculina porque empezó tarde con el tratamiento.

Ambos transgénero coinciden en que la supervisión de un endocrinólogo y la ayuda de un psicólogo reducirían los problemas de salud que afrontan, sobre todo las transfemeninas que cambian de hombre a mujer. “El problema de muchas trans es que se automedican, toman anticonceptivos caducados y se inyectan silicona líquida en su desesperación”, cuenta Isabel.

Los transmasculinos, que van de mujer a hombre, pasan desapercibidos y la mayoría mantiene su cuerpo femenino, además que en el país no se hace un cambio de vagina a pene . “A veces nos maltratan y he oido de violaciones, pero en ese país es más facil ser hombre”, dice Ricardo.

Raúl Jervis, de la Sociedad Ecuatoriana de Endocrinología, dice que a su consultorio han llegado transexuales, pero que por ética no puede ayudarles. “No existe un protocolo para tratarlos y lo que hacemos es aconsejar la intervención de los psiquiatras”.

Carolina , que preside la Asociación de Transfemeninas Gran Pasaje, cuenta que se inyectan la silicona líquida que compran porque las cirugías son muy costosas, en torno a USD 10 000 por retoques en el rostro, pechos, caderas y el cambio final de sexo. “Un litro de silicona espesa cuesta unos USD 26 y con eso nos alcanza para los cachetes o para aumentar el pecho. Sabemos que hay riesgo de que la silicona se riegue por el cuerpo, pero es vivir o morir”. Tiene 33 años y empezó a cambiar en la adolescencia, cuando dejó su natal Guayaquil. Se ha inyectado cuatro litros de silicona; dos en los glúteos, dos en las caderas y algo en los pómulos. “No me pongo en el pecho porque hay una vena que va al corazón y muchas han muerto”, cuenta. Carolina trabaja en la calle y sueña con reunir el dinero para implantes e irse a trabajar en Chile o Brasil. “Allí la gente está más abierta al trabajo que hacemos”. Ninguna de sus compañeras habla de una transformación total, quieren conservar su carácter trans. Tienen el carné del Proyecto Transgénero, donde se inscribe su sexo legal y el género que asumieron.

La lucha por la igualdad

El despertar político de las asociaciones lésbicas, entre 2001 y 2002, dio paso a la lucha por la diversidad sexual en el país.

En el 2004, 14 organizaciones de la sociedad civil trabajan bajo el lema “Acción contra la Discriminación” y presentan la Ley Antidiscriminación y algunas reformas al Código Penal para tipificar crímenes de odio.

En la Constitución de 2008, los distintos colectivos logran introducir sus propuestas para que se respete la libertad de estética y la libertad sexual en el país.


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